28 de enero de 2018

38º  CARTA
Abril  de 2011

       Querido Pablo:

       Ayer me levanté animadísima porque hacía, por fin, un tiempo estupendo. Era uno de esos días de cielo azul intenso y brisa suave que huelen a primavera y consiguen levantar hasta la moral más hundida; pensé que este invierno asquerosamente largo se batía ya en retirada y en un rapto de optimismo decidí abrir todas las ventanas de la casa, poner música y lanzarme a la tarea de hacer armarios. Eso significaba hasta ahora sacar todas las prendas del ropero y extenderlas sobre la cama, probármelas frente al espejo y volverlas a guardar en distinto orden, sin tirar casi nada porque la ropa me dura una eternidad; si tiro algo es porque está tan escandalosamente pasada de moda que me da cierta vergüenza seguir llevándolo.
       Eso es lo que había hecho hasta ahora, pero ayer fue distinto, por desgracia. Empecé poniéndome mis prendas favoritas, los vaqueros (sí, a mi avanzada edad sigo usando vaqueros) y todos me venían anchos de cintura porque he perdido tres o cuatro quilos; tendré que llevarlos a estrechar. Luego me probé las faldas y vi que las más largas me quedaban bien, pero las que llegaban sólo hasta la rodilla no, porque dejaban al descubierto unas venillas rojizas feísimas que me están saliendo en los tobillos y en las pantorrillas por culpa de la quimioterapia, que debe socarrar las venas.
      
       Pasé revista luego a las camisas y camisetas, y las que tienen manga bien, pero las de tirantes me quedaban rarísimas en la zona de la axila operada, y no te quiero ni mencionar el tema de los escotes porque casi lloro al ver cómo me sentaban.
Bueno, o cómo me pareció a mí que me sentaban, porque mi hermana llegó en ese momento y me dijo que ella me veía de lo más normal; después lo estropeó añadiendo que estoy loca si pienso que la gente se va a fijar en mí, que a la vejez viruelas.
      
       Total, y termino ya con estos detalles frívolos, que cogí una bolsa grande de basura y metí dentro todas las prendas que me parecieron impresentables.
A continuación llamé a mi amiga Elena, que es una auténtica “fashion victim”, y quedé con ella para una sesión maratoniana de tiendas, que para eso la he nombrado desde hace tiempo mi asesora de imagen o “personal shoper”.
Me cansé bastante, pero lo pasamos bien, compré algunas cosas que me gustaron y al terminar nos sentamos, por primera vez desde el pasado verno, en una terraza al aire libre; llevábamos cazadoras recias y bien abrochadas, pero aunque  soy  muy  friolera  me encontraba  la  mar  de  a gusto allí, respirando aires primaverales, charlando de cosas intrascendentes y viendo pasar a la gente.
      
       Bueno, no iba a hacerlo, pero te voy a contar el incidente del probador; te vas a reir de mí, ya lo sé, pero te lo cuento de todas formas.
Elena se empeñó en que me probara una falda vaquera muy estrecha y no me preguntes cómo diablos lo hice porque no tengo ni idea, pero cuando intenté quitármela me quedé atascada, con los brazos en alto aprisionados por la falda y la cabeza completamente tapada ¡como si estuviera metida en un saco! Forcejeé todo lo que pude, pero la dichosa falda ni subía ni bajaba; no podía mover los brazos, que se me cansaban de tenerlos en alto, empecé a notar pinchazos en el hombro malo, no veía nada y me estaba asfixiando en aquél probador tan pequeño.

       ¡Qué horror, era como una pesadilla surrealista!

Por fin, agachándome todo lo que pude hasta ponerme casi de rodillas fui tanteando la puerta y logré descorrer el pestillo y llamar a Elena, que después de reírse todo lo que le dio la gana viéndome en bragas y embutida dentro de la falda consiguió quitármela, pero dando un tirón tan fuerte que me arrancó de cuajo la peluca y las gafas y las lanzó por los aires casi hasta el techo. Las gafas cayeron al suelo y afortunadamente no se rompieron, pero la peluca saltó por encima de la puerta y fue a parar al probador contiguo, ¿te lo puedes imaginar? Elena y yo nos petrificamos esperando oir los alaridos de terror de alguna pobre mujer a la que le hubiese caído encima mi peluquín, pero no se oyó nada y Elena se arriesgó a salir a recogerlo del otro probador que, como podrás imaginar, estaba vacío. No, si encima resultará que tuvimos suerte…
       Yo estaba empapada en sudor, medio mareada y con los brazos doloridos, así que me planté la peluca de cualquier manera sin echar una mirada al espejo y salí tan disparada de la tienda que no me percaté de que me la había puesto del revés, con los pelos de la nuca en la frente y el flequillo tieso en el cogote. Y claro, al cabo de un rato noté que me empezaba a doler la cabeza una barbaridad y que se me estaba incrustando la peluca detrás de las orejas y en la frente, cosa que no me había sucedido hasta aquel momento; tuve que arrastrar a Elena dentro de la primera cafetería que vi, meterme corriendo en el baño y acomodarme los pelos en su sitio, después de meter la cabeza debajo del grifo del lavabo para recuperarme de tanta sofoquina.

Moraleja de esta historia: No volverme a meter sola en un probador estrecho en mi vida, y si me veo obligada a hacerlo no correr jamás el pestillo, por si acaso…

       Bueno, si ya has terminado de reírte de mí sigue leyendo la carta, que ya queda poco. ¿Sabes que dentro de unos días me pondrán el PENÚLTIMO GOTERO?.
 Ya te contaré como me ha ido. Tengo tantas ganas de acabar qie si los análisis no salen bien y me tienen que retrasar la dosis me voy a llevar un disgusto tremendo.

       En fin, no quiero ser gafe, voy a pensar que no habrá problemas y que ya estoy a punto de tocar la línea de meta. ¡Cruza los dedos!

       Hasta pronto. Un beso, con todo mi cariño para tí



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